sábado, 17 de septiembre de 2016

EL DESIERTO

                                 

Se suele insistir en la urgencia de humanizar a eso que se denomina homo sapiens. Pero ya va siendo hora, tal vez, de que reclamemos una deshumanización del ser humano. Supondría una buena manera de arrebatarle a este su heroísmo, de bajarle del pedestal que se ha construido con la estúpida pretensión de dominar el mundo -de naturaleza caótica y muda- a su antojo.

Pobres nosotros, seres reflexivos que tenemos miedo del silencio con el que la vida se hace. A todo se le da un nombre y así creemos poder salvarnos. Bajo nuestra mirada las cosas adquieren una forma, que nuestros ojos imponen para circunscribir el caos. Le concedemos estructura a la sustancia amorfa de la vida, la cual domesticamos para volverla familiar.
Nadie deja de ponerse la máscara humana con el fin de escapar de esa materia neutra que nos resulta inexplicable. Insufrible, por tanto. Al humanizarnos, quizás nos libremos del desierto. Pero también lo perdemos. Se pierde con él, además, un nuevo modo de nombrar la vida, anterior y más ancha que la meramente humana. ¿Por qué no atrevernos entonces a ver más allá de las estrechas rendijas de nuestras percepciones arrogantes? Es lo que intenta la protagonista de La pasión según G.H., novela de Clarice Lispector que ha inspirado estas líneas. Sola en su ático, se encuentra un día una enorme cucaracha. No la aplasta. Se entrega a su contemplación y a las reflexiones y sentimientos que le provoca.

Sabe que la realidad es inseparable de la voz humana que la busca. Sin embargo, de esa búsqueda se regresa a menudo con las manos vacías. “Mas regreso”, dice, “con lo indecible. Lo indecible me será dado solamente a través del lenguaje. Solo cuando falla la construcción, obtengo lo que esta no logró.”
Para conseguirlo hay que estar dispuestos, como ella lo está, a comerse el propio miedo y abrirse a lo desconocido. También a renunciar al sabor del poder. Quizá se descubra de pronto la revelación que se esconde en toda renuncia.
 

Imagen de Pedro Guerra.


FUENTE: EL QUINQUÉ. LA PROVINCIA-DIARIO DE LAS PALMAS.



domingo, 4 de septiembre de 2016

LA ÚLTIMA POSADA




Sucede a menudo que llevamos con nosotros compañeros invisibles cuando salimos de viaje. Recorremos entonces lugares en los que esa invisibilidad se vuelve presencia casi permanente. Me ocurrió semanas atrás con Imre Kertész durante una breve estancia en Berlín. Días antes había leído su libro La útima posada. Rebosante de referencias literarias, fue concebido por este escritor apátrida como su diario de la muerte. Escrito en su vejez, contiene apuntes autobiográficos que Kertész convirtió en una obra literaria abrumadoramente lúcida y de una sinceridad aplastante.
 

El escritor amaba Berlín, donde vivió largas temporadas cerca del Kurfürstendamm con su mujer Magdi. El piso se ubicaba en la Meinekestrasse, paralela a la Fasanenstrasse, calle célebre por albergar arte. Ahí se encuentra, entre otros, el museo de la conmovedora artista Käthe Kollwitz. En lo alto de la esquina se posaron mis ojos en una placa conmemorativa que da cuenta de la estancia en la que Musil escribió El hombre sin atributos. También entré en la Literaturhaus, frecuentada por tantos escritores. Me senté a una mesa de la terraza del silencioso jardín. La presencia de Kertész a mi lado parecía intensificarse. No era la primera vez que visitaba ese espacio de atmósfera literaria. Sin embargo, todo me hablaba con la voz de Kertész, como si nunca antes hubiera estado yo allí.
 

No se puede saber nada de la muerte, salvo cuando mueres, pero entonces, ¿de qué vale ese saber? me decía él. En la juventud mantenemos una relación dramática con la muerte, continuó hablando. Luego, añadió, establecemos una relación filosófica con ella y después, en la vejez, se convierte en una simple cuestión práctica. Hay que llegar a viejo, pensé, para experimentar sus palabras en carne propia. Me acordé de pronto del cáncer con metástasis de Magdi y de cuando él, sobrecogido, la oía respirar con dificultad en la cama. ¿Habrá sobrevivido a su marido? Yo sabía que a él le pesaba menos morirse que abandonarla. “Todo es más fácil para el que no ama”, me soltó Kertész, como si hubiese leído mis pensamientos.

 

FUENTE: EL QUINQUÉ. LA PROVINCIA-DIARIO DE LAS PALMAS.