sábado, 18 de febrero de 2012

BIBLIOTECA NACIONAL, DE MARIO CRESPO



Biblioteca Nacional es la novela de Mario Crespo, recién publicada en una edición bien cuidada y bella de Eutelequia. De ella podría decirse lo que piensa su protagonista, el escritor principiante Pablo Villa, de la insólita historia que le cuenta un personaje de este libro: "No se trata de la trama en sí misma, sino del material que ha elegido para estructurarla."
No es que a la novela le falte trama. La tiene y discurre a lo largo del libro mediante una escritura fluida, precisa y de altura narrativa. No obstante, lo principal parece revelarse en el camino durante el cual la trama se expande hacia nuevos horizontes temáticos que, en última instancia, hablan de literatura.

Ya desde los inicios de la novela se presenta a Pablo con un tumor diagnosticado y en tratamiento con quimio y radioterapia. Su enajenación de la realidad, debido a que no soporta las banalidades ni la rutina de su trabajo en la Biblioteca Nacional, se intensificará progresivamente con esa sensación de verse arrojado del mundo propia de quienes, aquejados de una grave enfermedad, parecen mirar el mundo desde fuera. Su situación es, por tanto, la misma del escritor que toma distancia de la realidad para, recreándola, inventar universos alternativos en su escritura.
También Pablo Villa contempla, como los escritores, el mundo con extrañeza. Por eso la enfermedad en un hombre como él, apasionado de la escritura y con afán de escribir, le lleva a darle sentido a su vida explorando tanto en los insterticios más insólitos del terreno de lo real -en sus sótanos, en este caso, en el Depósito de la Biblioteca Nacional- como en la literatura a través del ámbito digital. Aún más: creyéndose víctima del espionaje por parte de un escritor llamado Mario Crespo -de igual nombre que el autor de esta novela- y por el escritor Enrique Vila-Matas, termina por delatarse a sí mismo como espía, símil de la condición del escritor cuyo oficio es el espionaje de otras vidas.

Ahí donde cree ver "ladrones de sus ideas" se revela, finalmente, "una forzada búsqueda de la casualidad" que él mismo ha emprendido. Antes ha estado convencido de que Mario Crespo y, en cierta medida también Enrique Vila-Matas, le robaba sus pensamientos adelantándose a escribirlos en sus textos. Pero ya se sabe lo que ocurre con las búsquedas en Google, parece querernos decir el autor de esta novela: Google no solo es ese ojo del Gran Hermano de Orwell que todo lo vigila y controla, sino también funciona como mapamundi a la vez que como recipiente o morada en miniatura de todo lo escrito. Por consiguiente, es lugar de repeticiones pero también de plagio entendido como arte para crear algo nuevo.

En la misma línea de reflexiones acerca de Google, la blogosfera y la Red en general, Pablo Villa desentraña la noción del pendrive en relación a la obra de Enrique Vila-Matas, una presencia constante en esta novela. Tomando como referencia especialmente los universos portátiles y la sociedad shandy de Historia abreviada de la literatura portátil (libro de Vila-Matas), sus pensamientos giran en torno a la semejanza que guarda la maleta portátil de Duchamp y Vila-Matas con la USB, pues como se lee en esta novela: "Dentro de un pendrive cabe toda una vida: todos los documentos que nos conciernen, los Presupuestos Generales del Estado, los trapicheos de la trama Gürtel, la obra entera de un artista. Una USB es un mundo, un universo, una vida."   

La enfermedad de Pablo Villa es motivo de exploración, como se ha dicho aquí más arriba, pero a la vez la literatura se presenta como enfermedad bajo la mirada ajena de los demás. En este caso, de María, la mujer del protagonista de Biblioteca Nacional. Borradas las fronteras entre el sueño y la vigilia, Pablo Villa llega a confundir patológicamente los planos de la ficción y la realidad. Es su modo también de huir de sí mismo, de su estado de enfermedad física, de la brutal rutina del trabajo y de las servidumbres a las que le somete el principio de la realidad establecido.

Biblioteca Nacional es una novela de alter egos, desdoblamientos y dobleces de la identidad cuya máxima expresión la encarna fundamentalmente el trío Guardiola, Enrique Vila-Matas y el personaje Mario Crespo. El tema del doble recorre, por tanto, este libro, un bello homenaje también a los artistas que no sucumben a las demandas del mercado y que disponen de la oportunidad de expresarse libremente en la blogoesfera y en la Red en general. Perlas que pueden descubrirse ahí donde reina a la vez tanta escritura pudibunda, sin noche alguna.
En el libro se revela un juego de luces y sombras en torno a diversas variantes de la luz, así como alrededor de la atmósfera y el aire y la niebla y la nube y el humo. Sobre ello y todo lo demás podrán averiguar quienes se animen a adentrarse en su lectura, que recomiendo.

El autor de esta novela se sumerge en las profundidades de la Biblioteca Nacional y en su entramado de relaciones humanas, hostiles y amigas. A la vez, bucea en la vida cotidiana, fuera de la Biblioteca, hecha de afectos, equívocos y amores de diversa índole; de rutinas y caminos o atajos que se toman para escapar a estas. Y lo hace en un escenario de referencias literarias bajo las que desfilan escritores y obras que hacen que el libro sude literatura por sus poros. Un bello regalo en medio de tanto ruido mediático, tanta estupidez y mediocridad.  

miércoles, 15 de febrero de 2012

LA MÚSICA EN UN TRANVÍA CHECO: LAS GOLONDRINAS DE KARLA OLVERA





Cuenta Karla Olvera en su libro La música en un tranvía checo, galardonado con el Premio Nacional de Ensayo Joven José Vasconcelos 2011, sobre la niña del Baumgarten, motivo de una de las entradas en el diario de Kafka. Una criatura cándida de cinco años que pregunta en el parque a un adulto que la acompaña: "Quién es el que lo hace con la saliva?" Responde este: "Te refieres a la golondrina."
Karla Olvera habla de esta niña de la nota de Kafka a la que posiblemente le maravillara la idea de que pájaros tan pequeñitos pudieran construir sus nidos con saliva. Casas bellas y originales y, además, seguras. Añade esta escritora más adelante que el nido de las golondrinas es el modelo perfecto de lo insólito, de lo bello e inverosímil. Y frente a lo insólito la gente no suele saber comportarse, porque pertenece a ese ámbito donde se hace posible, en palabras de Karla Olvera, "la invención, asimilación y creación de objetos y situaciones que violentan la realidad de una manera sublime". Es tal vez de ese sentido de la extrañeza que hace tambalear la seguridades amuralladas de lo que habla, entre otras cuestiones, esta escritora.
Ella no necesita recurrir a realidades trascendentes para mostrar lo familiar en lo más extraño y viceversa. De ahí que los ensayos reunidos en su libro funcionen como un diario íntimo en el que registra pasajes de la realidad que, pese a su aparente inmovilidad, se revela en toda su esencia cambiante. Lo hace a través de sus ojos contemplando los hallazgos cotidianos de los otros, en este caso los de Kafka, Pessoa y Virginia Woolf escritos en sus diarios. De este modo, se podría decir que su libro es un diario íntimo en el que sus ojos miran cómo otros miran. En consecuencia, lo que prevalece es la propia mirada, pues como ella misma sabe, fortis imaginatio generat casum. Así se revelan a lo largo del libro las diferentes variantes de golondrinas que pueblan el imaginario de Karla Olvera, quien crea a través de su escritura una amplia gama de motivos bellos y transparentes como esa impoluta saliva de la que habla para aludir a lo que hace al nido de las golondrinas. Centra, pues, su atención en los hallazgos cotidianos casi inverosímiles que suelen pasar desapercibidos, pero cuya belleza y excéntricas nimiedades se vuelven, una vez que se han recuperado, piedras preciosas que estaban llamadas a ser. No parece entonces extraño que el primer capítulo de su libro lleve este título, tomado de una cita de Alan Pauls referida a los diarios íntimos.

Dice la autora de La música en un travía checo que decidió abordar estos hallazgos de la misma manera en la que dio con ellos, es decir, vagando. Su libro es un viaje en cuyo itinerario "la imaginación es el único cicerone". Imaginación, la de Karla Olvera, en la que se funden el arte y la vida. Por eso en su libro se entreveran imágenes cinematográficas y fragmentos musicales, así como un amplio repertorio de referencias literarias. Todo ello se muestra en su escritura tanto bajo el procedimiento de las matrioshkas -sobre las matrioshkas habla también ampliamente en su libro- donde un pasaje de la realidad lleva dentro de sí otra realidad que lleva en su interior otra y así sucesivamente, como en un trayecto zigzagueante, sin meta pero con sentido. Un viaje aleatorio en el que esta viajera nos va descubriendo piedras preciosas que nos invitan a su contemplación instantánea. Sin embargo, pese a su fugacidad, ahí han quedado escritas en La música en un tranvía checo, libro que contiene mentiras hermosas. Como bien dice la misma Karla Olvera, toda ficción "es la más bella y fantasiosa mentira que existe, sólo que los lectores aceptan gustosos que se les mienta. La ficción supone un pacto entre el lector y la literatura que se le presenta, el llamado pacto ficcional." En este caso, para sumergirse en el universo literario de Karla Olvera, cuya mirada poblada de golondrinas ha convertido mediante la escritura hallazgos de otros en nidos preciosos que estaban llamados a ser.   

sábado, 4 de febrero de 2012

NADA LE IMPORTA A LA MECHA OCUPADA EN SU AFÁN FOSFÓRICO


En la lectura parece borrarse el mundo entre la lámpara y el libro. Aquel sigue su curso, pero el lector, recortado en la realidad, concentra su mirada en el espacio que se abre entre sus ojos y las letras. En palabras de Pascal Quignard en El lector:

El libro es la ausencia de mundo.

El lector está dos veces solo, porque, como dice también este escritor, a la ausencia del mundo que es el libro se suma esa ausencia del mundo que es la soledad. Por tanto,

solo como lector, está sin el mundo: en la medida en que está con su libro. Solo "con" su libro ("en la intimidad de" su libro), que es la privación del mundo.

Un lector sumergido en la lectura de un libro suele ser una imagen inquietantemente fascinante para quienes lo miran leer. Sobre esta sensación ha escrito el narrador y protagonista de Los apuntes de Malte Laurids Brigge, de Rilke. En un pasaje del libro recuerda lo pequeño que todavía debía ser cuando estaba de rodillas en la butaca para alcanzar más cómodamente la altura de la mesa en la que dibujaba. Era de noche, en invierno, y no había otra lámpara en la habitación que la que alumbraba sus hojas y el libro de su mademoiselle. Ella estaba sentada a su lado, un poco más atrás leyendo. Escribe:

Ella estaba muy lejos cuando leía, y yo no sé si era en su libro; podía leer durante largas horas, volvía raramente las páginas, y yo tenía la impresión de que bajo sus ojos las páginas se hacían sin cesar más llenas, como si su mirada hiciese nacer allí palabras nuevas, ciertas palabras que ella necesitaba y que no estaban allí. Imaginaba esto mientras dibujaba.

Estas palabras de Malte Laurids Brigge parecen aludir a ese tipo de lectores activos que no reciben pasivamente la lectura de una obra, sino que son capaces de leer otro libro, el suyo propio, del mismo libro. Lectores que durante el proceso de lectura construyen mundos imaginarios alternativos. Es el caso de Anna Karenina en un pasaje de la obra homónima de Tolstói. Sobre esta escena han escrito tanto Ricardo Piglia como Enrique Vila-Matas.

Anna Karenina viaja en un tren, se acomoda, saca un almohadón y se lo pone en las rodillas. Se envuelve las piernas con una manta, le pide a su criada la linterna, saca de su bolso un cortapapeles y una novela inglesa y se entrega a la lectura. Escribe Ricardo Piglia en El último lector que todo está en esa descripción, en los detalles que construyen la escena de la lectura:

la sensación de abrigo y de comodidad, la linterna -un momento que me parece fantástico: ella tiene su propia luz-, la criada que la atiende, las relaciones sociales que sostienen de manera implícita la escena y, por supuesto, la práctica previa a la lectura, que ya se ha perdido, de abrir los libros, de separar sus páginas con un cortapapeles.

En El lector activo, un texto de Enrique Vila-Matas, se lee al respecto:

Asocio la linterna de Anna con aquella peculiar luz propia, cuya necesaria existencia percibiera Paul Valéry cuando en sus Cuadernos consideró plausibles un tipo de obras que contaran con la iluminación propia del lector, es decir, un tipo de obras escritas sin pensar en darle algo a quien lee, sino, al contrario, pensando en recibir de él: “Ofrecer al lector la oportunidad de un placer -trabajo activo- en lugar de proponerle un disfrute pasivo. Un escrito hecho expresamente para recibir un sentido, y no sólo un sentido, sino tantos sentidos como pueda producir la acción de una mente sobre un texto."

Antes ha tenido Anna Karennina que hacer un esfuerzo por superar la distracción ante tanto ajetreo en el tren. Pero finalmente se ha ausentado del mundo para instalarse, en palabras de Pascal Quignard, en la intimidad del libro. Concentrada plenamente en la lectura, debió sentirse como la mecha de la que habla Emily Dickinson en uno de sus poemas:

Arde dentro la lámpara, segura.

Aunque los siervos traigan el aceite,
ello nada le importa a la mecha ocupada
en ese afán fosfórico.

Es una sensación que se complementa, a modo de contraste, con otra que produce un poema chino del siglo XVIII del poeta Yan Tsentsai, el cual he leído en El último lector de Ricardo Piglia. Titulado En la noche profunda, lo escribe Kafka a Felice Bauer en una carta del 24 de noviembre de 1912: 

En la noche fría, absorto en la lectura
de mi libro, olvidé la hora de acostarme.
Los perfumes de mi colcha bordada en oro
se han disipado ya y el fuego se ha apagado.
Mi bella amiga, que hasta entonces a duras penas
había dominado su ira, me arrebata la lámpara
y me pregunta: ¿Sabes la hora que es?

jueves, 2 de febrero de 2012

UN HECHIZO ESPECIAL ADQUIERE UN ROSTRO SI ES TAN SÓLO ENTREVISTO


Cabría preguntarse qué ocurriría si alguien regresara de la muerte y nos dijera que el mundo del más allá existe y es tan aburrido como el de la tierra. Es probable que entonces se les acabaría la inspiración a los escritores y a los poetas. La literatura se quedaría muda.
Es esta una de las cuestiones que se narran en Así que Usted comprenderá, una breve e inquietante obra de Claudio Magris. En ella recrea este escritor el mito órfico cediendo la palabra a Eurídice, un homenaje a su mujer ya muerta. Habla, además, de la poesía como intento de vencer la línea tan tenue como abismal entre el reino de los vivos y de los muertos.

Claudio Magris mira de lleno a la cara de la muerte. La protagonista Eurídice, mujer de poeta, ha fallecido y este urde un proyecto para rescatarla del Hades y hacerla regresar a la vida. El fracaso del plan liberatorio lo causa la propia Eurídice. No quiere revelarle a su marido que el mundo del más allá es igual de aburrido y vacío que el del más acá. Así le habla al Presidente de la Casa de Reposo eterna donde se encuentra:

¿Cómo decirle que, aquí dentro, aparte de la luz mucho más tenue, es como allí fuera? Que estamos detrás del espejo, pero que ese reverso es él también un espejo, igual que el otro.

La literatura deforma, disfraza y maquilla a la muerte, pero la protagonista de Así que Usted Comprenderá ha descubierto que tampoco en el Hades se accede al conocimiento de la última verdad. No desea, por tanto, regresar al reino de los vivos y defraudar las expectativas del poeta. Escribe Magris en la voz de ella hablando de su marido:

Cantar el secreto de la vida y de la muerte, decía, quiénes somos de dónde venimos a dónde vamos, pero dura es la frontera, la pluma se rompe contra las puertas de bronce que esconden el destino, y así nos quedamos fuera devanándonos los sesos sobre el transcurrir y el permanecer, sobre ayer sobre el hoy y el mañana, y la pluma sólo sirve para llevársela uno a la boca y chuparla.

Cómo decirle al poeta que tras la puerta no hay nada nuevo, sino un mundo tan opaco como el de la tierra. Para él

la poesía tiene que descubrir y decir el secreto de la vida, rasgar el velo, abatir las puertas, tocar el fondo del mar donde se esconde la perla.

Ella no desea aguarle la fiesta. De revelarle su descubrimiento, vería un hombre acabado, un poeta condenado al silencio por habérsele robado el tema. Prefiere dejarlo en manos de la poesía, vano intento de rasgar las vestiduras a la verdad desnuda. En versos de Emily Dickinson a través de los cuales parece hablar de la protagonista de Así que usted comprenderá

Un hechizo especial adquiere un rostro

si es tan solo entrevisto.
La dama no se atreve a alzar el velo
por temor a que, así, se desvanezca.

(...)

Y se debate en dudas
por si el encuentro anula la querencia
que la imagen alienta.

miércoles, 1 de febrero de 2012

LEJOS DE VERACRUZ: VEJEZ Y LITERATURA


Me persiguen unas palabras de Baudelaire en Las flores del mal:

Calma chicha, gran espejo de mi desesperación.


Es la misma cita con la que Joseph Conrad abre La línea de sombra. Entonces me viene a la mente una imagen de este libro: un barco en altamar atrapado en una inquietante inmovilidad. Dice el narrador:


De tiempo en tiempo se levantaba una brisa variable y engañosa, que solo despertaba nuestras esperanzas para hundirlas acto seguido en el más amargo desengaño; promesas de avance que se resolvían en pérdida de terreno, que expiraban en un suspiro y morían en aquella inmovilidad muda, bajo la cual las corrientes proseguían su marcha: su marcha hostil.


Parece una metáfora del transcurso del tiempo, pienso. Tiempo que se torna en calma chicha propia de la vejez, porque, como se dice también en esta obra de Conrad,


sí, caminamos, y el tiempo también camina, hasta que, de pronto, vemos ante nosotros una línea de sombra advirtiéndonos que también habrá que dejar tras de nosotros la región de nuestra primera juventud.


Primera juventud y las subsiguientes etapas que se sucederán hasta dejarlas todas atrás. Sin embargo, cabe la posibilidad de adelantarse a la llegada de la vejez suicidándose. Es el caso de Antonio Tenorio, hermano del narrador y protagonista de la novela de Enrique Vila-Matas titulada Lejos de Veracruz. Escritor de libros de viajes sin haberse movido jamás de su ciudad, no soportó la idea del envejecimiento y se quitó la vida. Horas antes de su suicidio empezó a escribir un libro al que tituló El descenso. Apenas dejó unas líneas escritas y un fragmento del poema El descenso de William Carlos Williams. Unos versos en los que tal vez buscara en vano un consuelo:


El descenso seduce
como sedujo el ascenso.
Nunca la derrota es solo derrota pues
el mundo que abre es siempre un paraje
antes insospechado.


Cuenta el narrador del libro que Antonio Tenorio se arrojó por la ventana de un tercer piso. Renunció a la vida, porque discrepaba de esa idea "tan vulgar y socorrida" de que lo más sensato que puede un hombre hacer es aceptar que le ha llegado la hora del descenso y dedicarse con dignidad a envejecer. Sin embargo, no opina igual su hermano menor, el narrador. Hombre iletrado, se ha dedicado a vivir la vida, viajando de un lado a otro hasta descender a los infiernos. Es manco y, aunque solo tiene 27 años, se siente cansado y viejo. Finalmente se entrega a la lectura y la escritura. La literatura será su último refugio.


En el último rincón del mundo recuerda su vida y escribe en su cuaderno sobre su condición de hombre acabado. En consonancia con los versos de William Carlos Williams, dice:


Es mi estado ideal el recogimiento, estar apartado del mundo. Solo estoy bien si me siento viejo (...) Me encanta pensar que sólo el gran fracaso que ha constituido mi existencia me da al fin la paz y la felicidad que busqué como un ciego en el amor y otras zarandajas.


Porque también el recogimiento es un requisito indispensable para la escritura, una vez que el narrador y protagonista de Lejos de Veracruz se ha entregado a "la dignísima tarea de envejecer", establece una similitud entre vejez y escritura. Lo hace recordando unas palabras escritas por su hermano Antonio. Dice:


La literatura y senilidad se parecían mucho, pues ambas tenían la ventaja de situarse fuera del obsceno juego de la llamada realidad -eso que, por ejemplo, llamamos la lucha por la vida- y eran además, el refugio ideal para protegerse de las heridas insensatas y de los golpes absurdos que la "horrenda vida auténtica" -así la calificó entonces él- nos propina cruelmente en el momento de su transcurrir.


Antes de buscar refugio en la escritura pensaba que le enseñaba más la vida que los libros. Creía que su contacto directo con el horror, la vulgaridad y la monstruosidad del mundo le harían más humano y lo curtirían para llegar algún día a ser un héroe de la vida y no el típico aficionado que ve los toros desde la barrera. Pero no alcanzó ninguna visión interesante de toda esa monstruosidad, pues como escribe Enrique Vila-Matas:


Si uno vive en la monstruosidad misma difícilmente pueda verla ni verse a sí mismo como podría haberlo hecho de tener la inteligencia de saber mirarlo todo desde fuera.


Una idea parecida le transmite Kafka a Felice Bauer en su carta de un día de enero de 1913. Aludiendo a ese recogimiento como condición primordial de la escritura, le habla de su forma ideal de vida: encerrarse en una vasta cueva con una lámpara y todo lo necesario para escribir. Le dejarían la comida lejos, detrás de la puerta más exterior de la cueva. Su único paseo sería ir en pijama a recogerla y después regresar a su mesa, comer lenta y concienzudamente, y enseguida se pondría de nuevo a escribir.


El narrador y protagonista de Lejos de Veracruz se propone pasar el resto de sus días redactando una novela basada en su cuaderno. Confiesa que falseará la realidad, contando verdades fingidas como hacen los novelistas. En su descenso a los infiernos cometió innumerables fechorías, llegando a convertirse en un asesino. Ahora es, en las propias palabras,


un asesino que mata la vida escribiendo, ya que no tengo nada mejor que hacer (...) y porque encuentro un placer en estar escondido, y porque estoy desengañado ya para siempre de la vida.


Es su modo particular de asumir el propio descenso: querer volverse escritor para huir de la derrota de su vida. Por eso se pregunta, con la peculiar ironía de Vila-Matas, en la última página del libro:


¿Acaso la ambición no es el último refugio del fracaso?


Sean cuales fueren los motivos que le han llevado a la escritura, el narrador encuentra en su retiro un modo de desposesión de sí mismo. Se ubica afuera de la vida, como los escritores, convirtiéndose más en testigo que protagonista.

También Borges resaltó, bajo su perspectiva, las virtudes del recogimiento. Ya viejo, nos legó un poema en el que parecen darse la mano la vejez y la escritura como necesario espacio de sombra arrancado a la inercia de la vida. El Elogio de la sombra empieza así:


La vejez (tal es el nombre que los otros le dan)
puede ser el tiempo de nuestra dicha.
El animal ha muerto o casi ha muerto.
Quedan el hombre y su alma.

Termina diciendo que ya puede olvidar y llegar a su centro:


a mi álgebra y mi clave,
a mi espejo.
Pronto sabré quién soy.

Tal vez no venimos de la vida, sino de la muerte, y la vida no sea más que nostalgia de la muerte, como escribe Vila-Matas en Lejos de Veracruz. Por eso seguramente el descenso, cuando se emprende, no sea tan angustioso como parece verse desde fuera.
El tiempo, indiferente a nuestra mirada, sigue caminando, y todo parece volverse más sencillo para quienes ya se han distanciado del curso de la existencia y deciden marchitarse en la verdad. Como escribe Emily Dickinson en unos versos que parecen estar destinados al narrador y protagonista de Lejos de Veracruz:


Cuando uno ha renunciado a su existencia,
marchar hacia el descanso
parece ser fácil: como, al dirigirse
el día por completo hacia el poniente,
las cimas que quedaban ya las últimas
persisten en su pena
tan poco como el yodo
sobre la catarata.